180 inviernos después


En noviembre de 1839, en uno de los inviernos más crudos que se recuerdan, el general Valily Perovsky, hombre de fortuna que con el tiempo, gracias a sus éxitos militares, llegaría a ostentar el título de conde y desempeñaría nada menos que el cargo de ministro ruso de Educación, emprendería, desde su posición como gobernador militar de Orenburgo en la frontera sureste del Imperio, una invasión dirigida hacia el kanato de Jiva, con la excusa oficial de liberar a los esclavos rusos capturados en las fronteras del Mar Caspio y vendidos por invasores turkmenos, pero sobre todo en una tentativa de ampliar las fronteras rusas en dirección a Asia Central.

El general Vasily Perovsky, retratado con sus atributos militares en 1837, por el pintor ruso Karl Bryullov.
El general Vasily Perovsky, retratado con sus atributos militares en 1837, por el pintor ruso Karl Bryullov.

La fuerza expedicionaria de Perovsky consistía en algo más de 5.000 soldados y el doble de camellos, una cantidad nada desdeñable que habría de ser suficiente para desplazar a un oponente ya debilitado, pero la mala suerte y una planificación inadecuada obraron en su contra, por lo que el general hubo de emprender la retirada en febrero de 1840, llegando a Orenburgo en el mes de mayo de aquel año, después de haber sufrido, a causa del frío y las enfermedades, la pérdida de más de un millar de hombres. Fue una campaña desastrosa. Sin embargo, en las áridas y pobres estepas asiáticas, sus ojos claros y decididos, su nariz rotunda, conocieron la belleza y el aroma de una planta singular que, a falta de algo más dulce, era ramoneada por las cabras y las ovejas.

 

Pero a menudo los grandes hombres no caen en la cuenta de lo realmente importante. Lo cierto es que fue Fedka, un cocinero de campaña (injustamente solo nos ha llegado su nombre de pila), quien tuvo la magnífica y trascendental idea de macerar un puñado de hojas en una garrafjta de vodka. El resultado fue del agrado del general, quién ordenó recolectar algunos especímenes para llevarlos de vuelta a su patria. Y el resto de la historia, como la especie continúo propagándose en los jardines europeos, pertenece ya a la leyenda. Algunos decenios más tarde, la “salvia rusa” (Perovskia atriplicifolia), que no es ni una salvia ni mucho menos rusa, parece ser que fue descubierta y ensalzada por el célebre jardinero irlandés William Robinson, autor del libro The Wild Garden (1870) y pionero en la experiencia de una jardinería más natural en contraste con las viejas y encorsetadas prácticas victorianas. Desde entonces, los diferentes cultivares de esta especie dan fe de una popularidad que ha ido en aumento a lo largo de los años en el paisajismo global.



Hasta el día de hoy, 180 inviernos después, seguimos disfrutando de este estupendo arbusto gracias al bueno de Fedka. La fotografía superior corresponde a la semana pasada, en la que padecimos máximas diurnas por encima de los 20ºC, cuando todavía estábamos viviendo la primavera adelantada que este año, por esta sierra de clima generalmente benigno, ha comenzado en pleno febrero, un mes tradicionalmente impredecible, más ahora en los tiempos convulsos que nos ha tocado vivir. Hoy parece que ha vuelto el invierno, aunque sea solamente para despedirse formalmente ya que su presencia entre nosotros ha resultado ciertamente exigua. De cualquier manera, los brotes de numerosas plantas silvestres y cultivadas, más o menos oportunistas, nos han sorprendido este año prácticamente un mes antes de lo habitual. Algunas especies puede que sufran estos días una paralización momentánea. Pero estos bruscos giros estacionales parecen no afectar gravemente a la buena salud de la que bien podríamos llamar “lavanda de Afganistán” o “romero de Pakistán” (precisamente es el género Rosmarinus el más cercano en el gran árbol de familia de las labiadas), una de esas plantas que gozan de lo que podemos llamar belleza estacional, una apariencia que varía con el transcurso de los meses y que siempre es capaz de mostrar su lado atractivo y salvaje.


En verano, gracias a su prolongada floración azul y etérea, a pleno sol.



Con los primeros fríos otoñales, a medida que se va desprendiendo del follaje y de sus flores marchitas, que van tomado un gastado y atractivo color violáceo.



En el invierno, totalmente desnuda su corteza plateada, cuando las delgadas panículas florales, ya secas, permanecen temblorosas en los ápices de las ramas, es el momento en el que suele intervenir la mano del jardinero y se quiebra ese equilibrio natural. Por este motivo, aunque la poda anual es necesaria (al menos desde un criterio paisajista), me gusta retrasar en la medida de lo posible esta actuación. Hace ahora un mes escaso que practicamos una poda corta en los arbustos, cuidadosamente, una rama tras otra, con la tijera de mano, para favorecer que las plantas se renueven y broten con más fuerza en la primavera. 


J. J. Cabezalí

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