Un mirlo golpea con insistencia los cristales de una alta ventana. A veces se incorpora sobre el alfeizar y bate las alas como si fuera a echar a volar, pero por el momento parece incapaz de alejarse y olvidar su propio reflejo. Descartado el mero ejercicio narcisista, desconozco el motivo de tanto revuelo hasta que encuentro a la que ha de ser su pareja caída sobre el césped recién llovido, casi oculta bajo el seto de griñoleras. El mirlo de la ventana probablemente aún no la ha visto. O, si lo ha hecho, igualmente su memoria se ha dejado engañar por la ilusión del espejo y hace lo imposible por atraer de nuevo a su compañera, atrapada en su cárcel oscura, hacia la libertad del monte. Esta explicación me resulta más seductora que el hecho de que pueda ver, tras el cristal, a un simple rival que ha de ahuyentar con picotazos y aspavientos.
Retiro el pájaro muerto y continúo con mi tarea. Quizás fuera el zorro quién le tendió una emboscada y, por alguna razón, no pudo llevarse su presa. Quizás apareció por allí el jardinero, tan inoportuno. De cualquier forma, no se me ocurre la manera de avisar al otro. Lenguajes distintos. Los mirlos, siempre solitarios o en parejas gracias a su fuerte sentido de la territorialidad, son unos visitantes tan comunes como populares en cualquier jardín. Gozan, por la belleza de su silueta y su canto armonioso, de una buena reputación. No se puede decir lo mismo de otras aves, como los gorriones, que acuden al atardecer en ruidosa bandada para dormir en los rincones más frondosos y protegidos. Ese momento de estridente desconcierto y la considerable cantidad de pequeños excrementos que abonan el pie de los árboles pueden resultar molestos, pero es en realidad una mera cuestión numérica lo que nos desagrada. Pretendemos que el jardín, incluso el parque público más concurrido, siga siendo un símbolo de recogimiento y retiro frente al mundo profuso e ilimitado. Nuestro espíritu es cómo el macho que emprende cortas carreras y vuelos intimidatorias hacia el resto de las aves que pululan por las inmediaciones de nuestro pequeño territorio verde.
Un sentimiento parecido al que mostramos con las aves y la fauna del jardín se adueña, inconsciente, de nuestra voluntad con las plantas, ya sean silvestres o cultivadas. Es una conducta generalizada la de aborrecer una planta, sin atender a su origen, simplemente por la facilidad con que sus semillas se dispersan y medran en un terreno determinado. Curiosamente, la singularidad es considerada un grado de belleza, pero más allá de la abundancia o la escasez, a la hora de mantener la forma deseada de nuestro espacio verde, desarrollamos preferencias y antipatías que no siempre se fundamentan en un comportamiento práctico y que difieren notablemente de unas personas a otras. Es importante resaltar aquí el pronombre posesivo. Quizás si aceptáramos con sencillez que, al igual que el gorrión o la semilla más humilde, somos seres transitorios que se mueven, por capricho o necesidad, entre los árboles y las piedras, veríamos el jardín (y el mundo que en él se refleja) con otros ojos.
J. J. Cabezalí
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franca (lunes, 10 junio 2019 17:51)
Siempre me gusta leerte. Gracias
Amparo Segura (lunes, 21 octubre 2019 14:36)
Quizá si aceptáramos con sencillez lo que somos...basta mirar al cielo y al suelo, es así de diáfano...
Y tan difícil. Gracias J.J