Las ventanas de este cuarto miran al oeste. Aunque en verano, cuando el sol abrasador de la tarde pasa a través de los cristales, casi no podemos tener plantas en los alfeizares interiores, en este momento del año (rápidos atardeceres que se ocultan tras la línea abrupta de los tejados y las suaves copas de los alcornoques) son un espacio perfecto para muchas plantas que agradecen una buena iluminación y que no toleran el frío exterior. Recuerdo, cuando estudié la fotosíntesis y la respiración de las plantas en el colegio, una ilustración de mi libro de Naturales de 5º de EGB en el que aparecía un dibujo de una planta de grandes hojas verdes junto a la ventana de un dormitorio. Unas flechas temibles de color azul y rojo trataban de advertir a los crédulos estudiantes del peligro de compartir nuestra alcoba con las especies vegetales, que por la noche se encargarían de robarnos todo el oxígeno generado durante el día.
La escuela no ha hecho más que acrecentar la ignorancia del mundo civilizado respecto a la vida natural de antaño. Es posible estudiar ciertas generalidades científicas pero sin desarrollar ninguna destreza conectada con el mundo real. Al disponer de conocimientos que no se basan en la experiencia, hemos olvidado, sin darnos cuenta, lo que sabíamos sobre las plantas. Corremos un gran peligro. No es tanto nuestro desconocimiento lo que nos aleja del resto de los seres vivos, sino el hecho de no ser conscientes de la sabiduría ancestral que hemos perdido. No es raro encontrar a quienes muestran este comportamiento disparatado. Quizás lo aprendieron en aquel libro.
A medida que nos seguimos alejando de la experiencia original, la botanofobia sigue perpetrando su camino de destrucción imparable en la selva inconsciente. Esto ocurre dentro de casa y, por supuesto, también fuera, en el jardín. Por eso hay que desbrozar y barrer las hojas secas. Y hay que podar con fuerza la hiedra, porque tememos que crezca demasiado y el peso acabe venciendo la pared. Además, no nos gusta que en el verano se oculten ahí toda clase de bichos. Nos dan miedo, sobre todo, los avisperos. Y luego está la parra, que a pesar de su belleza y el dulzor de las uvas, también atrae a las malditas avispas. Y hay que desmochar ese árbol. Las raíces levantan el pavimento y las ramas pueden golpear el tejado de la casa. Y mira por aquí, donde apenas penetran los rayos de sol en invierno, todo ese musgo, esa verdina que estropea los empedrados. Por favor, acaba con esas hierbas que no dejan de nacer por todas partes. ¿De dónde ha venido esta planta? No me importa cómo se llama, pero contempla esas flores hediondas, llenas de moscas y abejorros. Qué asco. Esto, más que un jardín, parece una selva... La verdad es que he sido testigo de un amplio catálogo de excentricidades, supersticiones y distintos razonamientos para justificar la necesidad de ciertas actuaciones.
En ocasiones los jardineros, ya sea en contra de nuestra voluntad o a favor de nuestro propio impulso destructivo, dejamos de lado nuestra faceta más creativa y volvemos a ser los verdugos de la vida salvaje. De un modo quizás más refinado y cruel, ya que muchas veces atendemos a criterios meramente estéticos o arquitectónicos, cumplimos el mismo papel que un agricultor que, para procurar el sustento de su familia, se encuentra en la obligación de limpiar y roturar un terreno en medio de la selva. Nuestra tarea quizás no se deba por entero a la búsqueda del sustento, sino que va un poco más allá, en cumplimiento del atroz trabajo de podar y arrancar las raíces de la aprensión humana hacia las plantas que hemos olvidado. El miedo, como sabemos, no es concebible sin la incomprensión del objeto que lo origina.
Al jardinero no le está permitido mostrar muchos remilgos en desempeñar estas pequeñas e ingratas labores. A todos nos desagrada el hecho de que algunas plantas muestren un crecimiento incontrolable o escapen del lugar que les hemos dado en el jardín custodiado. Este disgusto tiene su principio en el abandono de las formas de vida anteriores a la agricultura, cuando los recolectores no centraban su sustento en la productividad de una parcela de terreno más o menos limitada sino que llevaban a cabo un aprovechamiento integral de los distintos territorios, recorriendo a diario grandes distancias. En las sociedades agrarias más tempranas, las parcelas de tierra fértil hurtadas a la naturaleza salvaje, que reúnen unas condiciones idóneas para el cultivo de un puñado de plantas, todavía se encuentran rodeadas de un vasto espacio sin desbrozar. Lugares pedregosos e improductivos en los que, desde hace miles de años, sigue medrando una hermosa e irreductible flora salvaje. Y también el bosque, que ha quedado como símbolo de la libertad perdida y al que todavía podemos recurrir en busca de setas, plantas silvestres y otros recursos.
Este bosque no es ya la selva primaria e impenetrable, sino un espacio circular en el que todavía es posible un grado de convivencia entre especies distintas. En efecto, es circular, como el mundo o la esfera de una brújula, hasta donde puede abarcar la vista entre los troncos de los árboles, en contraposición a los caminos y las carreteras, que trazan líneas artificiales en la espesura.
Lo cierto es que estos reductos forestales se enfrentan cada vez más al olvido y a la ignorancia de las riquezas que ofrecen. Ni siquiera en las escuelas rurales, que pueden disfrutar de un entorno natural más complejo, se lleva a cabo un estudio serio de las plantas silvestres locales y los aprovechamientos que han brindado, durante generaciones, a los pobladores de una región determinada. Parece que la transmisión de los conocimientos botánicos tradicionales no puede tener lugar en el colegio. Salvo excepciones, los propios profesores muestran un desconocimiento y una falta de experiencia mayor que la de sus propios alumnos. La única esperanza es que los niños tengan la suerte de contar con algún familiar que les haya iniciado en el verdadero conocimiento de las plantas. Hay saberes que sólo se aprenden caminando por el bosque.
J. J. Cabezalí
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