Esta mañana, con el fin de corregir los inevitables y recurrentes socavones, han extendido una nueva capa de asfalto en el tramo inicial de la carretera entre Los Marines y Cortelazor. Al poco tiempo de pasar la máquina, con el pavimento todavía húmedo y caliente, han comenzado a volar las hojas de los castaños sobre la lámina cruda y brillante. Puede que los operarios no hayan visto este suceso con los mismos ojos, pero esta breve y reparadora visión (cuando he vuelto a pasar, la carretera se encontraba nuevamente despejada) ha servido para dotar a este exiguo día otoñal de cierta lucidez y justicia poética.
Llega otra vez noviembre, que es el mes que más quiero
porque sé su secreto, porque me da más vida.
La calidad de su aire, que es canción,
casi revelación,
y sus mañanas tan remediadoras,
su ternura codiciosa,
su entrañable soledad.
Y encontrar una calle en una boca,
una casa en un cuerpo mientras, tan caducas,
con esa melodía de la ambición perdida,
caen las castañas y las telarañas.
Estas castañas, de ocre amarillento,
seguras, entreabiertas, dándome libertad
junto al temblor en sombra de su cáscara.
Las telarañas, con su geometría
tan cautelosa y pegajosa, y
también con su silencio,
con su palpitación oscura
como la del coral o la más tierna
de la esponja, o la de la piña
abierta,
o la del corazón cuando late sin tiranía, cuando
resucita y se limpia.
Tras tanto tiempo sin amor, esta mañana
qué salvadora. Qué
luz tan íntima. Me entra y me da música
sin pausas
en el momento mismo en que te amo,
en que me entrego a ti con alegría,
trémulamente e impacientemente,
sin mirar a esa puerta donde llama el dios.
Llegó otra vez noviembre. Lejos quedan los días
de los pequeños sueños, de los besos marchitos.
Tú eres el mes que quiero. Que no me deje a oscuras
tu codiciosa luz olvidadiza y cárdena
mientras llega el invierno.
Claudio Rodríguez: Noviembre
Es posible que Claudio Rodríguez, en este poema contenido en su libro El vuelo de la celebración (1976), tuviera ante él un noviembre acaso más desnudo de hojas que el presente nuestro. En la sierra de Huelva, a pesar de las primeras lluvias, el paisaje de octubre puede parecer en algunos aspectos una prolongación del verano, entre el verde apagado de los alcornoques y las encinas y el verde vivo de los castaños. No es hasta ahora que empezamos a sentir la "codiciosa luz olvidadiza y cárdena" del otoño a través de las hojas marchitas y las copas abiertas de los árboles.
Ya sabemos que entre las señales que reciben las plantas caducifolias para desencadenar su dramático cambio hormonal y la necesaria caída de las hojas, predominan la luminosidad y la temperatura, siendo esta última la más determinante y el motivo de que en las tierras más meridionales podamos disfrutar de un cierto retardamiento del otoño y de su consecuencia más visible: las bucólicas variaciones de color en el follaje tras la paulatina degradación de la clorofila. Al retirarse el acostumbrado verde veraniego, toman relevancia los tonos otoñales debidos a otras sustancias (carotenoides, antocianinas, betacianinas y flavonoides) presentes también en los tejidos foliares.
El paso del tiempo y las coloraciones otoñales se asocian a las particularidades de cada espacio: en el vivero se vive un otoño distinto al del jardín o el bosque. En los árboles y arbustos en macetas, al disponer las raíces de un espacio limitado y padecer con mayor rigor el descenso térmico, estos procesos metabólicos ocurren de manera más drástica.
J. J. Cabezalí
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